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Astica / Masoch / Ronsino / Sturgeon

Juan Astica

Carlos Masoch

Miguel Ronsino

Richard Sturgeon

 

21 de Noviembre al 20 de Diciembre de 2009
 
Juan Astica
 Hasta hace poco, Juan Astica parecía evocar el fenómeno de la descomposición de la luz blanca en el espectro cromático, elaborando piezas de dilucidación compleja pero de muy nítida estructuración, a partir de la poderosa, generalizada irrupción de un blanco denso e impar expandido en grandes franjas, chorreaduras, pinceladas y barridos, que atravesaban el lienzo de una manera engañosamente simple en su manifiesta cuasi-ortogonalidad; un blanco que sugería, efectivamente, que daba origen, sentido, orden y una suerte de estatuto de cri­sis en suspensión a todos los demás colores, no necesariamente los del cánon del espectro sino aquellos del cánon Astica, tan peculiares e irrepetibles como pregnantes. Hoy, en esta nueva producción, un espeso magma negro reemplaza en luminosidad y carácter el refulgir de aquel blanco para intentar un nuevo experimento catalizador de resignificación, de transformación extrema, ahora por oclusión y abrumación, del «resto» de la paleta empleada.
Aquel negro es otra cifra de esa matemática esencial, de imperceptibles variables e intensos efectos subterráneos, que Astica pone en marcha como estrategia material para replantear la razón última del cuadro, entendido esta vez como una enmarañada armonía en negativo. Entre incesantes pulsaciones contrapuestas de opacidad y brillo, en ellas, a través de ellas, quiere hacerse visible esa otredad hipercolorística que se agita en los crispados intersticios, para que de aquello que en Astica siempre es solidez expresiva, de la concluyente fuerza lírica de la obra, surja una zona provisoria y quebradiza donde la óptica, sin perder oropel, seducción ni elegancia, tenga la cualidad bifronte de algo que se integra y desintegra bajo el mismo golpe de vista, algo que sea estridente y desnudo, que al asomar apenas se vea hundido en los repliegues de sí mismo.
A su vez, y en sintonia con su habitual fanatismo programático, Astica intensifica el rasgo que puede adjudicársele, al menos últimamente, como distintivo, y que sería la exasperada, riesgosa, y también rigurosa conjunción de los modos, signos y medios de un lenguaje en estado de conflagración, motor infatigable de una dinámica que ahora no obstante parece llamativamente dominada por un movimiento centrípeto, como si un camuflaje nos escamoteara el cuadro dentro del mismo cuadro, mientras, sorprendentemente, una potencia succionadora lleva a la mirada hacia el fondo de eso que, pintado y repintado, no podra nunca verse y saberse.
 El ojo colapsa bajo estos patterns de minuciosa geometría irregular, cristalizada, atomizada, estallada, en fragmentos de borroneos, lineas pastosas, puntos, gotas, salpicados y marcas segmentadas. De este volcánico conflicto la pintura de Astica extrae y exhala un aire que, reconfigurado, escapa de la propia asfixia hipnótica a la cual lo ha sometido el pintor, un aire que en su espíritu íntimo es a un tiempo refinado y ríspido, una voz ininteligible pero perfectamente audible, y definitivamente cautivante, en medio del feroz torrente, y que nos pone frente a la aturdida certeza de que somos testigos, lienzo tras lienzo, del devenir de una serie de conclusión imposible, una mini-estética del infinito.
 
Eduardo Stupia
 
 
La pintura de Carlos Masoch
Un mundo turbador, de inquietante poesía
 
La seriedad y el talento de Carlos Masoch están más allá de cualquier duda. En sus cuadros, por lo general de breves dimensiones, aparecen representados, de manera insistente, escenas enigmáticas y paisajes no menos extraños. Todo parece remitir a quien sabe qué recuerdos personales. Las telas están pintadas siempre con densidad plástica, cualidad que parece ser una característica casi constante. También son permanentes el anacronismo estilístico, el espesor de la materia y el trazo sensi­ble del dibujo.
En esas pinturas muchas escenas parecen inexplicables, pero siempre están mostradas como si pertenecieran a situaciones vividas alguna vez, a recuerdos reconstruidos con sueños o con memorias «del futuro». La técnica seca, la elaboración cuidadosa y paciente de la pintura, con algo de ilustración vetusta, o sin tiempo, colaboran con el exotismo iconográfico. Las narraciones, aunque hablen de temas cotidianos, están inmersas en climas o escenografías insólitas, sorprendentes. Por fin, es persistente en todo su trabajo un notorio talante subjetivista y poético.
La pintura de Masoch actúa a contratiempo de esta época que ha generado una cultura sin afectos, donde la cantidad enmascara lo terrible. Muchas de sus obras, desde las que expuso en sus inicios, resultan ejemplares en esa vía, en particular las que encarnan la experiencia de un mundo vivido angustiosamente, como riesgo.
Algunos cuadros de series anteriores, parecen mostrar extrañias historias, sin duda imposibles. En La amenaza, por ejemplo, un hombre de ojos extremadamente abiertos, en un pantano, con el bosque a sus espaldas, ataca con un enorme buque transatlántico, como si fuera un arma, a un salvaje cocodrilo. Es una escena desconcertante que recuerda los mecanismos figurativos del surrealismo de René Magritte y Paul Delvaux. Todo está pintado con fingida torpeza, con dibujo vacilante y una paleta oscura, en la que predominan los verdes agrisados.
Además, la mirada crítica de Masoch sobre la realidad argentina es persistente. Las obras de una serie que expuso en 1992, en Buenos Aires, (mas de ochenta pinturas realizadas sobre el cartón de cajas de ravioles) tenían como tema central los estereotipos de la escuela elemental: el caballo blanco del general San Martin, el guardapolvo blan­co, las ilustraciones de las revistas infantiles Billiken y Anteojito, la escarapela, la casa de Tucumán, etc. La mirada del pintor ponía en evidencia la absurda pedagogía escolar, tema que parece subsistir en algunos cuadros posteriores, como el expuesto en su muestra individual en Beckett: un escolar con guardapolvo blanco sostiene en sus manos una pequeña maqueta del antiguo Cabildo porteño, del que emerge un oscuro humo que oculta su cara. En un rincón de la sala se advierte la presencia de la bandera argentina.
Finalmente, la pintura de Masoch se caracteriza por las composiciones turbadoras, de inquietante poesia. Muchas veces evoca el misterio, pero tam­bién se refiere al contexto histórico real, a lo cotidiano insoportable. Sin duda, está ligada a lo que se califica «mitología personal».
 
Jorge Lopez Anaya
 
 
Las intrincadas topografías de Miguel Ronsino
 
En estos tiempos de «crisis» de la representación, donde tantos jóvenes artistas parecieran abjurar no solo de la materia pictórica sino de todo lo imaginario que es posible establecer con ella, Miguel Ronsino, situándose en el polo opuesto, aparece como una obra cuya sobreabundancia de motivos podría hacernos pensar en una desopilante vuelta de tuerca de lo que fueron algunos de los caminos que Jean Dubuffet incluyó dentro del art-brut cuando decía: «En el arte existen (en todas partes y siempre) dos órdenes. Existe el arte habitual (o pulido, o perfecto; se bautizó, de acuerdo con la moda de la época, arte clásico, romántico o barroco, o, todo lo que se quiera, pero siempre se trata del mismo) y existe el arte en bruto (bravío y furtivo como una caza)».
A primera vista podríamos señalar, en la producción de Ronsino, una salvaje puesta en obra de recursos académicos y no académicos que nos sumergen en un vertiginoso relato visual que, entre lo imaginario y lo simbólico, erige al fin una intrincada topografía. Sus cuadros son verdaderos itinerarios en los que se hace difícil saber a donde nos llevan pues una fantasía, por momentos desenfrenada, nos impulsa a entrar y salir, reconociendo en algunos fragmentos algo de la realidad pero en un abigarramiento de representaciones, que superpone la naturaleza, la figura y la cultura en hibridaciones y metamorfosis cuyas claves más recónditas parecen herméticas. Es fácil adivinar en estas obras de Ronsino que no responden a ningún plan previo, y que el artista, como un furtivo cazador, se ha ido desplazando por sus propias topografías, haciendo visibles las sugerencias que van apareciendo en su propio territorio; sugerencias que emanan de las densidades de las tintas, de la presencia de imágenes de su memoria y de lo abocetado o acabado de sus planteos.
Y ya que hablamos de hibridaciones, debemos advertir que esta iconografía parece el fruto de algún alquimista contemporáneo que, mezclando sus líquidos y substancias mágicas, nos hace transitar un camino donde muerte y vida resuenan como un deliberado bajo continuo. A la obra de Ronsino debemos ponerla del lado del barroco latinoamericano, que es el fruto de la fusión de dos mundos y que persiste secreta o abiertamente en el imaginario de muchos de nuestros grandes artistas.
El relato visual de Miguel Ronsino, lleno de luz y de sombra, con una mirada más que esporádica, desata en el espectador asombros, sobresaltos y contradicciones; lo colocan en el corazón de nuestra actualidad.
 
Raul Santana

 

Richard STURGEON

«En sus cuadros, siempre de grandes dimensiones, la materia directa del artista se manifiesta como el registro de los más mínimos sobresaltos y tensiones de su subjetividad. Por momentos pareciera querer transmitir apariencias del mundo, pero la espontaneidad de su impronta impide establecer cualquier referente o relato, para sumergir al espec­tador en la potencia del gesto y el esplendor del color, donde reside su gozo».

Julio Gomez