PAGINA 12 / RADAR
DOMINGO, 30 DE DICIEMBRE DE 2001
El primer deconstructor
Por JUAN FORN
En 1944 un grupo de jóvenes pintores nucleados en torno a la revista Arturo anunció la llegada de una nueva era en el arte, que a través del lenguaje universal de la línea y el plano acompañaría la construcción de una nueva sociedad igualitaria. Casi medio siglo después, uno de ellos llamado Raúl Lozza se mantiene incólume en la brecha, con una coherencia ejemplar. Hasta fines de febrero se puede ver en el Centro Cultural Borges la muestra Un museo por 60 días, donde el espectador podrá recorrer paso a paso el fascinante itinerario estético y existencial de este pionero.
En 1944, el mismo año en que mueren Kandinsky y Mondrian, una revista llamada Arturo lanza en Buenos Aires su primer (y único) número, pregonando el advenimiento de una nueva era: la del “arte concreto”. Materialistas dialécticos todos sus integrantes, se oponían con igual virulencia a la precariedad del realismo socialista y al carácter “subjetivo” de toda pintura que exhibiese aún matices figurativos (ya se tratara de naturalismo, expresionismo, surrealismo o cubismo). Enemigos furibundos de la idea “romántica” de creación, proponían la aplicación a rajatabla de un lenguaje universal (el de la línea y el plano) y el rigor del método científico, para superar el “espiritualismo” igualmente inaceptable de los pioneros de la abstracción europea (los mencionados Kandinsky y Mondrian, Malevich, etc.) y alcanzar un arte que acompañara armoniosamente la utopía del Hombre Nuevo. Era la primera vez que un movimiento de vanguardia no llegaba a nuestro país de la mano de artistas que lo traían de Europa, sino que se generaba desde Argentina hacia el mundo: aunque ninguno de sus miembros había pisado Europa hasta entonces, todos ellos estaban al tanto de las tendencias de vanguardia y se proponían participar a pleno de esa dinámica, pese a lo periférico de su origen.
En las reuniones iniciales, en las casas de Enrique Pichon-Riviere y de Grete Stern, los integrantes del grupo (los uruguayos Carmelo Arden Quin y Rhod Rothfuss, el húngaro Gyula Kosice, y los argentinos Lidy Prati, Tomás Maldonado y Raúl Lozza) coincidían en el planteo formal más atrevido (quebrar la forma tradicional del cuadro y darle al contorno de la tela un rol activo, estructurado a la composición), pero el fundamentalismo casi ineludible de aquellos postulados (en tiempos tan poco permeables a enunciados de esa naturaleza, con un mundo en guerra y una Argentina regida por el populismo peronista) los llevaría muy pronto a escindirse en sucesivos grupos y hasta a abandonar la pintura ante la imposibilidad de resolver satisfactoriamente ese hallazgo que terminaría en dilema. El primer quiebre se produce cuando la línea “dura” de Maldonado, Prati y Lozza se retira de aquellas reuniones y funda la Asociación Arte Concreto-Invención, con Alfredo Hlito, Enio Iommi y Oscar Núñez (Arden Quin, Rothfuss, Kosice y Martín Blaszko formarán el grupo Madí, con una preceptiva menos rigurosa, que deje espacio a la subjetividad y el individualismo, y sin alinearse con el PC). En marzo de 1946, el grupo escindido realiza su primera muestra conjunta (en el salón Peuser) y da a conocer el Manifiesto Invencionista: “Es preciso inventar objetos cotidianos que participen de la vida cotidiana de los hombres. El Nuevo Arte nace de un deseo de participación en el mundo”, declaran, convencidos de la utopía en que diseño industrial y arte serán uno y “todas las apariencias, desde el objeto más pequeño hasta la ciudad entera, puedan ser vistos como una unidad armoniosa”.
No son tiempos sencillos: alineados con el PC, hasta su propio partido los mira con desconfianza, mientras el ministro peronista Ivanissevich afirma que “el arte abstracto es para degenerados, no para nosotros los argentinos”. A pesar de las acusaciones de hermetismo y utopismo, los concretos continúan con su buceo formal, buscando comprender “la real trascendencia” del quiebre que proponen. Primero eliminan el marco en sus telas. Luego materializan las figuras en relieve y abandonan la tela como soporte. Pero la pared asume entonces el papel que antes tenía la tela, así que deciden “darle más importancia al espacio penetrante que al cuadro mismo” y así llegan al que consideran su descubrimiento máximo: la separación en el espacio de los elementos constitutivos del cuadro. En ese punto, Raúl Lozza discrepa con sus compañeros. Según él, aún faltaba considerar otra variable: el contexto espacial de la obra (concretamente, el color y la textura del muro donde se instalaran las formas). Cuando plantea el problema, y algunas ideas a partir de las cuales solucionarlo, los demás disienten con su criterio. Esta discrepancia, unida a “un conflicto de índole personal”, da como resultado que Lozza se aparte de Arte Concreto-Invención para fundar por sí solo el Perceptismo. El grupo terminará de disgregarse con el ofrecimiento que recibe Maldonado para incorporarse a la Escuela de Diseño de Ulm, bajo las órdenes del mismísimo Max Bill. Prati y Maldonado dejarán la pintura por la teoría en los años siguientes (Maldonado declararía por entonces que “la pintura concreta es sólo una etapa provisional que se cumplirá cuando las cosas más recónditas de la vida cotidiana puedan ser fecundadas artísticamente y el arte recupere así su función social en el diseño industrial”); Iommi se inclinará cada vez más a la escultura (y de las levísimas estructuras en metal y alambre que recortaban rítmicamente el espacio evolucionará a un estilo mucho más corpóreo, apelando a bloques de granito y madera y a desechos). Los restos de esa utopía se mantendrán vivos en la revista Nueva Visión y la editorial del mismo nombre, cuya colección de estética queda a cargo de Alfredo Hlito (el integrante del grupo que tenía una relación menos visceral con la pintura y, curiosamente, el único que “recuperará” el cubismo, en sus años de exilio en México, en los ‘70).
Lo que nos deja con Lozza, no sólo el único de los concretos que se mantuvo empecinadamente fiel a aquellos atrevidos postulados iniciales sino, además, el que logró una respuesta al dilema que terminaría expulsando a sus ex colegas a otras disciplinas. Nacido en Alberti (provincia de Buenos Aires) en 1911, huérfano de facto luego de que su madre fuera internada en un psiquiátrico y su padre se suicidara poco después, Lozza y sus hermanos abandonaron la escuela del pueblo y se criaron en el campo, trabajando en un tambo, haciendo las distintas cosechas, o como arrieros y hasta en una fábrica de ladrillos. A los quince años Lozza comienza a realizar los carteles que anuncian las películas que se proyectan en el cine local. Año y medio después exhibe sus primeros óleos (que en su mayoría reproducen obras maestras de la pintura clásica) y es tal el acontecimiento que se organiza en el pueblo un festival para reunir fondos que permitan enviarlo a estudiar a Buenos Aires.
Lozza llega a la capital poco antes del golpe que derroca a Yrigoyen, se afilia al Partido Comunista, es encarcelado dos veces (una de ellas por seis meses), colabora en Socorro Rojo, un periódico antifascista donde, según la leyenda, bautiza con el nombre de “picana” al mencionado método de tortura utilizado con los activistas detenidos. Debe cambiar de domicilio permanentemente por la persecución policial. En 1935 inicia su camino a la abstracción, estampando telas y realizando exhibidores publicitarios con diseños geométricos. Un año después le diagnostican tuberculosis, pero sigue trabajando. En 1941, año en que nace su primer hijo, es desalojado de su casa por deudas. Su habilidad para bocetar y diseñar le obsequia un inesperado medio de vida: confeccionando ajuares de novia y ropa interior femenina. Gracias al nuevo oficio, logra comprar una casa en la calle Cangallo que se convertirá en su taller (Lencería Femenil, donde llegará a tener dieciséis costureras y bordadoras para atender los pedidos de las estrellas del cine y el teatro de la época, antes de quebrar “porque nunca supe ser un comerciante”) y que por las noches se convertirá en un auténtico foro de discusión estética: allí fue donde Lucio Fontana dio a conocer su legendario Manifiesto Blanco en 1946. Cuando lo leyó y afirmó que no había que “hacer cuadros sino proyectar en las nubes la obra de arte”, Lozza recuerda que él y Maldonado le contestaron airadamente: “No se trata de qué proyectar sino de qué pintar”. Por entonces Fontana no resolvía aún este enigma (de hecho, el Manifiesto Blanco fue firmado por sus discípulos, no por él) y Maldonado y los demás concretos le echaban en cara en aquellas discusiones que siguiera haciendo escultura figurativa a quien, años después, se convertiría en una de las figuras decisivas del arte contemporáneo con sus hoy célebres tajos a la tela. Cuando Lozza disiente con Maldonado y Prati y se aleja del grupo (también en el ‘46), profundiza en su idea de que no basta con pensar en la forma para resolver el dilema del arte concreto: hay que enfrentar el problema del color. El que encuentre una síntesis entre el color y sus límites espaciales logrará establecer “la conjunción entre lo táctil y lo visual” que merece el mundo utópico que se avecina.
Comienza así a adaptar conceptos de la física cuántica de Planck, de la relatividad de Einstein y del campo electromagnético de Maxwell a sus investigaciones de cualimetría (un método inventado por él mismo, para establecer la relación forma-color). En 1947 afirma que “se puede lograr un arte de belleza física y objetiva, humanidad y progreso, capaz de relacionar al hombre con lo desconocido activando su conciencia creadora”. Su compañero de ruta, el crítico Abraham Haber, es quien propone el término “perceptismo” (recordemos que el término “concreto”, el preferido por Lozza, remitía por entonces al grupo del que se había separado). En 1949 Lozza exhibe en Van Riel su “primera exposición de pintura perceptista”; la recepción en público y prensa es igualmente polémica y dos de sus obras son dañadas anónimamente. En 1952 profundiza en su noción de “campo colorido” (el plano donde se instalan esas obras sin soporte): especifica las dimensiones que debe tener el “muro arquitectónico” y la distancia entre éste y el espectador, además de la intensidad cromática de acuerdo a la variable luz del día. Y, ante la escasez de oportunidades para obtener esos muros (y con el propósito de evitar el azar de las salas circunstanciales de exhibición), comienza a instalar sus obras sobre placas esmaltadas, considerando a esa placas “fragmentos de muro, no marco de encierro”.
Los años pasan, Lozza continúa con su obra solitaria, titulando cada una de sus piezas con un número consecutivo, coherente con su espíritu cientificista y antirromántico (para 1990 habrá superado el número mil). Además de su intensa actividad plástica y su militancia política (focalizada en la lucha contra toda censura y ataque a la libertad de expresión), se hace tiempo para escribir una novela “invencionista” (Patricia y uno), un ensayo estético (titulado Apuntes para no olvidar) y una autobiografía teórica y artística (Diario de un tiempo cualquiera), los tres inéditos hasta hoy, además de un sinfín de artículos sobre el perceptismo aplicados no sólo al arte sino a la arquitectura, el diseño industrial y el urbanismo. En 1971 comienza a llegar el reconocimiento: luego de veinte años de no participar en certámenes artísticos, su obra 703 obtiene la Medalla de Oro del Salón Nacional. Pero algunas cosas siguen igual: en 1973 recibe amenazas de un grupo de extrema derecha por organizar (como secretario de la SAAP) un festival en el Luna Park con Osvaldo Pugliese, Mercedes Sosa, Nacha Guevara y César Isella. En 1975, mientras la Facultad de Filosofía y Letras organiza en su taller tres seminarios sobre muralismo, arte concreto y perceptismo, Lozza escribe, en el libro Historias de la gran ciudad, un cuento titulado “Sueño y pesadilla de Nicandro Núñez”, donde al protagonista le son amputadas vía tortura las letras de su nombre y apellido hasta convertirlo en un NN.
En 1983, el perceptismo merece un capítulo entero en el libro de Nelly Perazzo El arte concreto en la Argentina (editado por Gaglianone). En 1985 la Fundación San Telmo le dedica a Lozza una muestra titulada: Cuarenta años en el arte concreto (sesenta con la pintura). En 1991 recibe el Premio Palanza de la Academia Nacional de Bellas Artes. Nuevos vientos soplan en la crítica; Lozza es, ahora, un pionero: el primero que “deconstruyó el cuadro”, el que “demitificó la idea de pieza única e irrepetible”. Cuando el Museo de Arte Moderno le dedica una retrospectiva en 1997, Lozza se da el gusto de decir, a sus 86 años: “Creo que ni Mondrian ni Kandinsky, ni Van Doesburg ni Max Bill superaron los límites de la pintura abstracta. Correspondió a nuestro país dar respuesta y solución a aquellas propuestas. Pero, de acuerdo a mi criterio, lo realizado entre el 45 y el46 por Madí y el Invencionismo sólo significó el agotamiento de un eslabón más del proceso hacia lo real-concreto”. Y a continuación agrega, pícaro: “¿Mis pinturas continúan siendo vanguardia? Vivo a la espera de que alguien las supere”. El anuncio del Centro Cultural Borges de que dedicarían el Pabellón de las Naciones, desde diciembre hasta febrero del 2002, a la muestra de Lozza Un museo por 60 días (selección de obra para un futuro museo de pintura concreta), parecía una oportunidad única para ofrecer a las nuevas generaciones un recorrido por el fascinante itinerario estético y existencial del creador del perceptismo. Es una pena que se celebren con tan escasos recursos los 55 años de Lozza con el arte concreto y sus 75 con la pintura: el Museo de Arte Moderno supo darle, en 1997, un homenaje más justo y más bello (organizado por Raúl Santana y Adriana Lauría). Es de esperar que, si algún día existe un Museo de Pintura Concreta en la Argentina, la sala de Raúl Lozza cuente con la misma dedicación y cuidado que él supo darle no sólo a su obra sino a la lucha por un mundo mejor.